Día primero
En el principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre, en lo más alto de los cielos; allí era la causa, y a la vez el modelo de toda creación. En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Hijo de Dios antes de que se dignase bajar a la tierra y tomar visiblemente posesión de la gruta de Belén.
Allí es donde debemos buscar sus principios, que jamás han comenzado; de allí debemos datar la genealogía del Eterno, que no tiene antepasados, y contemplar la vida de complacencia infinita que allí reinaba.
La vida del Verbo eterno en el seno de su Padre era una vida maravillosa; y sin embargo, ¡misterio sublime!, busca otra morada. Una mansión creada. No era porque en su mansión eterna faltase algo a su infinita felicidad, sino porque su misericordia infinita anhelaba la redención y la salvación del género humano, que sin Él no podría verificarse.
El pecado de Adán había ofendido a un Dios, y esa ofensa infinita no podía ser perdonada sino por los méritos del mismo Dios. La raza de Adán había desobedecido y merecido un castigo eterno; era, pues, necesario para salvar y satisfacer su culpa, que Dios, sin dejar el cielo, tomase la forma del hombre sobre la tierra y con la obediencia a los designios de su Padre, expiase aquella desobediencia, ingratitud y rebeldía. Por eso el Verbo eterno, ardiendo en deseos de salvar al hombre, resolvió hacerse hombre también y así redimir al culpable.