Día tercero
Así había comenzado su vida encarnada el Niño Jesús. Consideremos el alma gloriosa y el santo cuerpo que había tomado, adorándolos profundamente.
Admirando en primer lugar el alma de ese Divino Niño, consideremos en ella la plenitud de su ciencia beatífica, por lo cual desde el primer momento de su vida vio la divina esencia más claramente que todos los ángeles y leyó lo pasado y lo por venir con todos sus arcanos conocimientos.
Del alma del Niño Jesús pasamos ahora a su cuerpo, que era un mundo de maravillas, una obra maestra de la mano de Dios. Quiso que fuese pequeño y débil y como el de los niños, y sujeto a todas las incomodidades de la infancia, para asemejarse más a nosotros y participar de nuestras humillaciones.
La belleza de ese cuerpo divino fue superior a cuanto se ha imaginado jamás, y la divina sangre que por sus venas empezó a circular desde el momento de su encarnación, es la que lavó todas las manchas del mundo culpable. Pidámosle que lave las nuestras en el sacramento de la penitencia para que el día de su dichosa venida nos encuentre purificados, perdonados y dispuestos a recibirle con amor y provecho espiritual.