Día cuarto
Desde el seno de su Madre comenzó el Niño Jesús a poner en práctica su entera sumisión a Dios, que continuó sin la menor interrupción durante toda su vida. Adoraba a su Eterno Padre, le amaba, se sometía a su voluntad; aceptaba con resignación toda su debilidad, toda su humillación, todas sus incomodidades.
¿Quién de nosotros quisiera retroceder a un estado semejante con el pleno goce de la razón y de la reflexión? Por ahí entró el Divino Niño en su dolorosa y humilde carrera; así empezó a anonadarse delante de su Padre; a enseñarnos lo que Dios merece por parte de su criatura; a expiar nuestro orgullo, origen de todos nuestros pecados.
¿Deseamos hacer una verdadera oración? Empecemos por formarnos de ella una exacta idea, contemplando al Niño en el seno de su madre. El Divino Niño ora y ora del modo más excelente. No habla, no medita, ni se deshace en tiernos afectos. Su mismo estado, lo acepta con la intención de honrar a Dios, en su oración y en ese estado expresa altamente todo lo que Dios merece, y de qué modo quiere ser adorado por nosotros.
Unámonos a las oraciones del Niño Dios en el seno de María; unámonos a su profundo abatimiento, y sea este el primer afecto de nuestro sacrificio a Dios. Desaparezcamos a nuestros propios ojos, y que Dios sea todo para nosotros.